viernes, 18 de marzo de 2011

Parte II... (viene por partes)

II
La verdad es que poco y nada entendí. Poco y nada los conocía. Poco y nada me importaba.
Sobre mi mesa estaba un manojo de fotos que ella había traído. Algunas con él; otras, solo él. En todas, mi sensación de desconcierto. Nada más desagradable que trabajar solo por dinero, sin diversión. Pero ella había suplicado y con lo poco que me había adelantado, pude saldar cuentas y para mí ya era suficiente.
Mi teléfono sonó increíblemente fuerte en el silencio de mi concentración. Ella ya se había ido y solo miraba mecánicamente una foto que me había llamado la atención y aún no sabía bien porque. Era Paulina.
-          Prométamelo. – odio el patetismo de las suplicas pero producen un efecto extraño en mí, me movilizan. No me afectan, solo me movilizan. Como una campana de largada de carrera de galgos. Me suplican y empiezo a correr al conejo mecánico con la ilusión conductista de alcanzarlo.
-          Vino a mí, confíe. Aunque no le prometo nada. – me gustaba cerrar con frases como esa. Ambiguas y sin compromiso.
Una vez en Bahía Blanca, venía por semanas buscando unos documentos que, según logré averiguar tenían ocultos en una chacra en las afueras. En una de las averiguaciones me topé con un viejo de campo, vaqueano el hombre, que me había hecho todo un relato sobre el itinerario que habían seguido esos papeles. Al final, cuando me tenía que dar el último dato como para avanzar en firme, me miró a los ojos con todas las arrugas que el sol de nuestra tierra pueda tajear en una cara y con un rictus casi gregoriano me dijo: -“pero puede que ahí no estén. No le prometo nada.” Esa noche alguien entro en mi habitación de hotel y me desvalijaron rompiendo todo. Dejaron un mensaje claro: dejate de joder y desaparecé.  Me volví a Buenos Aires. Jamás fui a buscar los papeles. Volví con las manos vacías y con el sabor culpable de saberme cobarde. Con la deuda de haberme comprometido a algo que jamás haría, o eso creía: poner en juego mis huesos.
De ahí en más, solo promesas ambiguas. Nada de compromisos.
Corté con el desgano de empezarme a aburrir de ella, aunque me inquietaba que su rostro se me viniera en imagen continuamente. La foto de él, de ella. Juntos. Y mi imaginación hacía el resto. Su voz. El tono cadente y casi monocorde de sus frases, como suplicante. Su rostro delicado y sufrido a la vez. Donde la vida se encargo de corroer lo que natura había esculpido con dedicación y esmero. Y me gustaban mucho sus zapatos. Unos zapatos negros de charol, abotinados y con un taco aguja muy delgado. Hacían que el pie quedara en una posición de sumisión y reverencia con la vida y de un poder que me ponía de los pelos. Hasta la pantorrilla, la adoraría como a una diosa pagana. De ahí para arriba se podía morir que me tenía completamente sin cuidado. El silencio me trajo a la realidad y me di cuenta que ya casi era media noche. Empujé el sillón contra la pared y con la imagen de un pie de ella sobre un pedestal de mármol que giraba tras un ventanal comencé a tararear “la Lopez Pereyra”… y me quedé dormido.

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